domingo, 5 de abril de 2015


        
Quinta parte
                                                           

                                                                             

        


        

                  51                                            

        

         Con pantalones cortos, blancos, y suéter color café, Cork esperaba ya con la mochila puesta sobre los hombros. Estaba parado en la plazoleta de Tlamacazcalco, llena de nieve. Llevaba puestos tenis de lona y los pies los había metido en una pequeña bolsa de plástico para evitar que se le enfriaran los pies. Sus botas las traía en la mochila. Mañana se las pondría. Cuando me vio trasponer la puerta del albergue me apresuró:

         - ¡Vamos, el Teocuicani nos espera!

         Detrás  venía Jorge Rivera. Mi amigo me dijo que, en efecto, se trataba de un viejo alpinista experimentado que había viajado  por algunos macizos montañosos del mundo.

          También subió caminando desde San Pedro Nexapa. En el camino hemos conversado.

         - ¿Cómo estás?- Agregué algo:- Dices que leíste el trabajo que el francés Charnay hizo en el siglo pasado.

         - También conozco el escrito de José Luis Lorenzo respecto de la búsqueda del Teocuicani… Por mi cuenta he emprendido varias ascensiones de exploración pero hasta ahora no he encontrado algo. Habrá que hacer una travesía hacia la ladera  sur del Popocatepetl.

         - Antes habrá que salvar la cabecera de la cañada Nexpayantla y pasar por la base de la pared norte del Abanico.

         - Así es.

         - Vamos pues. No se hable más del asunto.

         Superamos los primeros arenales con facilidad debido a la cantidad de nieve que los cubría. Alcanzado el lado sur del collado de la cumbre de la Torre Negra, descansamos un minuto dentro del cuadro somero de piedras del Adoratorio Nexpayantla. Este sitio arqueológico lo había descubierto Charnay. Estos adoratorios de alta montaña, de la época teotihuacana-tolteca, están abandonados por la arqueología oficial y la gente, en la creencia que son corrales para ganado, los destruye día con día. Llegar hasta aquí en el siglo diecinueve debió requerir organizar toda una expedición. Veinte kilómetros de subida desde Amecameca sin caminos ni albergues. Charnay tuvo que transportar víveres, herramientas y pesadas tiendas de acampar a lomo de recua mulas.  

         Enseguida emprendimos el descenso hasta el fondo de aquella parte de la cañada. Caminábamos hacia donde se encuentra la cruz metálica puesta aquí en memoria de Pompeyo, alpinista de la ciudad de México muerto unos años atrás en el lugar, debido a una roca procedente de las alturas nevadas de la pared del Abanico. Fue cuando escuchamos un estruendoso ruido, como explosión, producido hacia la segunda repisa nevada de la pared. A juzgar por el ruido se trataba de un gran bloque de roca que acababa de desprenderse y empezaba a cortar el aire en su caída libre para después dar grandes golpes cada vez que volvía a tocar la ladera demasiado  empinada de la montaña. Sin voltear a ver lo que se nos venía encima, y que seguramente nos aplastaría pues en ese momento nos encontrábamos en el fondo del embudo, en el lugar donde se produce la amplia base del Abanico para dar paso al principio de la Cañada Nexpayantla, emprendimos una loca y desesperada carrera hacia la ladera arenosa que teníamos enfrente. Correr con una mochila de quince kilos colgando de los hombros, en una altura de los cuatro mil quinientos y sobre un terreno accidentado y lleno de piedras de todos tamaños, es algo que se ejecuta solamente cuando se tiene en el aire una enorme roca  que vuela hacia uno. El solo hecho de quitarse las mochilas para escapar con más velocidad, alivianados del peso, nos hubiera exigido un tiempo del que no disponíamos. Corrimos al pasar frente a la cruz. Seguimos haciéndolo cuando estuvimos en la inestable ladera. Corrimos hasta no poder más. Finalmente nos tiramos sobre el talud pedregoso de enfrente. Íbamos a cubrirnos la cabeza con las mochilas pero tampoco tuvimos tiempo. Procuramos enterrar los rostros todo lo que pudimos en la helada arena negra. Nos pareció que el último rebote de aquella masa había tenido lugar a unos metros apenas bajo nuestras botas. Luego muchos fragmentos de roca pasaron sobre nosotros. De todos modos cualquiera de ellos, aun el más pequeño, venía con tanta velocidad que pudo haber sido fatal. Pasados algunos minutos nos incorporamos. Temblamos bajo la impresión que acabábamos de vivir.

         - ¡Jodida montaña y jodida vida!- gritó Jorge- ¡Siglos y más siglos como parte de esa pared y, precisamente en este momento, que cruzamos,  se nos viene encima!

         Cuando nos recuperamos un poco seguimos subiendo. Lo hicimos a toda prisa por la empinada pendiente a efecto de prevenirnos de un segundo desprendimiento de roca. Treinta metros más arriba volvimos a tumbarnos sobre el talud. Estábamos fuera de la trayectoria de las caídas de piedras.

          El sol nos pegaba de lleno en la cara a la que se nos había adherido arena negra del volcán. Permanecimos en aquella posición hasta que el ritmo de nuestro pulso se fue normalizando. Luego reanudamos la marcha. La ladera desnuda llena de sol era recorrida de vez en cuando por el vientecillo helado de los cuatro mil quinientos, que  parecía cortarnos la cara.

          Al atardecer decidimos hacer alto y levantar las tiendas de acampar en los elevados arenales bajo la ladera oeste del volcán. En derredor quedan muy abajo todos los planos boscosos de la cordillera. Debido a eso se tiene en ese lugar una impresión de inmensidad.   El sol postrero era intensamente rojo detrás de las lejanas cordilleras del Nevado de Toluca. En dos minutos más llegaría la noche a nuestro balcón con sus veinte grados helados. Tomo una taza de café en tanto los otros preparan la cena. Al buscar algo en mi chamarra encuentro  un sobre con una carta en su interior. Se la alargo a  mi amigo.

         - Toma. Me olvidaba.  Carmen, al no poder pasar de San Pedro, me pidió que te la entregara. Dijo que la había recibido en su casa dos días antes de marchar hacia acá.

         Era de Clemencia. Había sido puesta en un caserío de Chihuahua, dentro del desierto. El sobre decía: “Para entregar a “Malcom Oliva”. El nombre propio estaba así, entre comillas. La carta contenía palabras lacónicas. Las leyó en voz alta: “Le quiero Malcom, más que todas las vidas que yo pueda vivir…Prométame que no hará la travesía a la ladera oeste del Popocatépetl.    ¡Prométamelo!…Viajé hasta el pueblecito de Tlamatzinco en el que usted nació (¡un caserío, en realidad!). Aun existe  gente  de la que  me hablaba en la isla…No me lo tome a mal pero es que me interesa tanto usted que antes de formar parte del grupo que trazaría esa travesía de las montañas, que están realizando, preferí venir al lugar donde vivió sus primeros años para poder conocerlo mejor. Es una manera de penetrar en su intimidad. Creo que en cientos de años de vivir cerca uno del otro no lo conozco lo suficiente…Fui a la peluquería del pueblo en la que sus padres buscaron algún nombre “occidental” qué ponerle. No va a creer pero, aun existe la revista que hojearon. Usted sabe, aquí el tiempo y sus cosas transcurren  casi lentas. Por cierto, ahora sé por qué algunos le dicen “Torrington”. El maestro peluquero, ya muy viejecito, se acuerda de sus padres que hace tiempo emigraron hacia Arizona. De la vez que estuvieron en su peluquería, su padre le preguntó qué nombre “blanco” le recomendaba para ponerle a su hijo  para ser usado en el mundo de los ladinos. El les dijo: “Busquen en esa revista.  Nombres de nuestra cultura que han logrado permanecer en las ciudades. Pero nombres ladinos para niño no se me ocurren en este momento”. Agregó que luego de un rato su padre señaló una palabra y dijo “¡Este!” Estaba señalando “Torrington”, que era la marca de unos patines metálicos de cuatro ruedas de baleros de acero, muy populares entonces. Tal es el nombre que se le iba a quedar. No obstante, después de un rato, Kiva, su madre, señaló en la otra hoja de la revista. Luego de observarla con detenimiento dijo:” ¡Este!” .Se trataba de alguien, quién sabe quién, quizá un viajero, que entonces pasó por México, que se llamaba “Malcom Oliva”. Cuenta el maestro peluquero que su padre iba a protestar pero ella volvió a señalar, pegando esta vez con fuerza en la revista:” ¡Este!”. Y así fue como se le quedó el nombre que ahora lleva...  

         Pero no era sólo  eso lo que quería comunicarle. En una práctica de meditación vi cómo al cruzar la ladera nevada de un volcán, un bloque enorme se desprendía de la pared de roca de las alturas y les caía encima. Estoy segura que se trata del Popocatépetl. Usted me ha explicado que el país está lleno de volcanes pero pocos tienen nieve. Y tomando en cuenta que  se dirigen hacia allá… ¡Por eso le pido que no emprendan la travesía!…Clemencia Swan. P.D. Regreso inmediatamente a Janos y de aquí a Ciudad Juárez en donde tomaré el avión para México. Le prometo que en adelante lo acompañaré a todas las montañas a las que usted quiera ir como deporte o por exigencias profesionales. Hasta la misma constelación El Boyero, si es preciso, lo seguiré. Toda la vida. Esta vida y las que nos queden por delante en tanto lleguemos al...Lo he decidido: o llegamos juntos al Nirvana o no llegamos”.

         Se la imaginó de regreso a la animalidad cargada de horribles karmas. Una perra mugrosa llena de pulgas  y él un perro peleándose con otros diez perros por llegar primero  a sus chiches colgantes. No, eso estaba muy feo. Mejor la pensó de vuelta en su salita de Kumarila. Sentada en una alfombra. Incrementando la autodisciplina espiritual. El delicioso aroma de incienso llenaría el recinto a media iluminación. Muy erguida, con los ojos cerrados, meditando en sus sentimientos, en sus emociones y en la conciencia de sus pensamientos.

         En toda la noche había hecho un viento ligero, no obstante de encontrarnos cerca de los cinco mil. El termómetro había descendido y nos parecía que no iba a detener su caída... Pero nuestro equipo de acampar nos protegía de tal modo que en realidad había sido una noche confortable. Lo más confortable que puede ser cuando se encuentra uno dentro del aire al que le falta el  oxígeno de esas alturas.

         Antes de dormir pudimos leer un rato. La marcha por las montañas en estas últimas semanas nos había dejado poco tiempo para leer y empezábamos a resentirlo.  Recordé a Carmen que durante nuestra estancia en Amecameca leía un buen rato antes de irse a dormir. De preferencia de filosofía y novelas. ”Si quieres conocer la verdadera historia de los pueblos, y del mundo, lee novelas” decía. De los libros de filosofía decía entender el ochenta por ciento de su contenido. El veinte restante no es que no lo entientendiera sino que el autor no supo cómo decirlo. “No lo vas a creer pero hay filósofos de primera línea, que son clásicos, y otros actuales que ya llegaron al Parnaso pero, créeme, no saben escribir.”

         Lugo Jorge Rivera prepara la cena. Yo afianzo los tirantes de los toldos impermeables en prevención de algún repentino mal tiempo como el que habíamos tenido las semanas anteriores.

          Por la mañana, cuando  saboreábamos el desayuno, Cork nos dijo que estaba seguro que esta vez encontraríamos esa cumbre mesoamericana  que desde hacía mucho se le había perdido a la arqueología.  

         - Eso esperamos. ¿Por qué ahora tienes tanta seguridad?- preguntó Jorge Rivera.

         - Los adoratorios dedicados a Tlaloc, descubiertos por José Deseado Charnay, en la línea promedio de los cuatro mil de altitud, en el flaco oeste de las montañas Iztaccíhuatl y Popocatepetl, hacen una línea lógica norte- sur. El extremo de esta línea imaginaria tendría su remate en el Teocuicani, más al sur, del lado opuesto al que nos encontramos en este momento. Tezcatlipoca era  venerado de manera especial en estas laderas en torno del Popocatepetl y el ídolo que relata Fray Diego Durán es probable que se trate de Tezcatlipoca. Ya sólo hay que ir a comprobarlo. Pero también por lo que sucedió ayer. La carta de Clemencia, enviada desde Chihuahua, predijo con demasiada aproximación la caída del bloque de roca que se desprendió de la pared del Abanico… ¡Una verdadera bruja, como dice Toci!… ¿Coincidencia? Es lo más seguro. Pero sucedió. Ahora bien, El plano topográfico que traemos marca dos cumbres gemelas, mil quinientos metros por debajo de donde nos encontramos en este momento. Y unos tres kilómetros hacia el sur. Pues bien, en cierta ocasión  Clemencia me comentó el resultado de una de sus meditaciones. Dijo que había visto una montaña de cumbre gemelas de tres mil metros de altitud. Al norte del pueblo de Tetela del Volcán, en esta misma ladera sur del Popocatepetl. Que ella y yo solíamos ir a esta montaña en épocas precristianas. Al principio de lo que en el calendario gregoriano es el mes de mayo. Hasta entraba en los detalles que en la cumbre del oeste existe un templo, o sea una construcción de unos diez metros por seis sobre una plataforma artificial con dos pequeñas escalinatas de acceso. Una por el suroeste y la otra, la principal, da hacia el sur. En el piso, en efecto, como dice la crónica, crónica que creo,  ella desconoce, depositábamos nuestros víveres todos los que hasta ahí llegábamos. La gente cantaba al señor de las tormentas, los rayos y los granizos, para que les enviara el agua que fecundara a los campos del valle. Quemábamos copal. Y decía que entre otras cosas la montaña era famosa por la cantidad de rayos que caen, lo que parece indicar que es una distinción de Tlaloc. Y lo sorprendente, que no obstante toda la rigurosa vigilancia que hubo a lo largo de los trescientos años de la Colonia, ese ritual en la cumbre del Teocuicani, jamás se interrumpió. Es decir que hay un grupo de gente que mantiene la tradición. Serían los graniceros a los que pertenece Abraham. Pero me comentó un detalle que es por lo que fallaron Charnay  en el siglo diecinueve y Lorenzo en el veinte.. ¿Cuál creen que sea ese dato?

         Repasamos la historia de la montaña Teocuicani, que tan bien conocíamos, pues al igual que él la habíamos leído una y otra vez tratando de encontrar la clave en el relato del padre Durán del siglo dieciséis. Pero no vislumbramos algo que pudiera darnos la clave. Y nos apuramos en poner en duda que alguien como Clemencia, que ni era montañista, ni había tomado parte en ninguna búsqueda anterior y ni siquiera conocía el relato de Durán ni los del culto viajero Charnay y el geólogo Lorenzo, pudiera saberlo nada más por pura meditación, cuando lo escuchamos  decir:

         - El nombre.

         - ¿Cómo el nombre - inquirió Jorge Rivera.

         - Sí. El nombre de la montaña.

         - ¿Qué tiene el nombre de la montaña?- me apresuré a preguntar.

         - Que ya no es el mismo. A raíz de la conquista los nombres de muchas montañas cambiaron. En especial los de las más altas. Como un instrumento más de la conquista cultural de los europeos. No hay que olvidar que cada montaña, grande o chica, era la representación de un dios. Borrar su nombre era parte de la labor para que la gente  empezara a olvidarse de sus costumbres, que vendría dando resultados hasta la tercera generación después de la conquista lo que, efectivamente, sucedió. Ese era el afán para que se olvidaran  las etnias del nombre original y de todo su enorme significado religioso milenario. Por ejemplo, al Citlaltepetl se le empezó a decir desde entonces Pico de Orizaba, al Xinantecatl, Nevado de Toluca, a la Matlalcueye, la Malinche. El del Tlalapan se deformó tanto que se le conoce en la actualidad como Telapón. El Teocuicani que buscamos se llama en la actualidad, según Clemencia, Cempoaltepetl. Si Charnay  y Lorenzo lo hubieran buscado como Cempoaltepetl, solamente hubieran tardado medio día en hallarlo,  saliendo de Tetela del Volcán.

         Escéptico, Jorge Rivera hizo otra observación:

         - ¿No le estarás dando mucho crédito al sueño de esa muchacha?

         Nos alargó el plano topográfico que en ese momento tenía en las manos para identificar desde arriba la topografía que teníamos muy por debajo de nosotros, en tanto decía:

         - ¿Qué creen? En esta carta topográfica hay una montaña, con dos cumbres gemelas, que se llama Cempoaltepetl, como en el sueño de Clemencia. Está exactamente en los tres mil ciento cincuenta metros y es parte de la ladera sur del Popocatepetl.

         Nos quedamos sin poder expresar comentario alguno.

-¡Vamos!- dijo Jorge Rivera- ¿qué esperamos? Más de un arqueólogo se guía en su exploración por lo que le informan los lugareños y nosotros por lo que dice una bruja…

-¡Vamos!

-En tanto recogíamos el campamento, Cork nos dijo que había recibido, cuando nos encontrábamos en Amecameca hacía ya algún tiempo, una misiva electrónica de Salim. Se la enviaba desde Siria. Había ido a pasar unos días con unos familiares suyos, establecidos en la península desde los tiempos del Imperio Romano.

-¿Qué te dice?

-Sólo  unas cuantas palabras: “¡Tienes razón: como México no hay tres. Regreso a México antes que estos  árabes se aceleren…Pronto lanzaré mi candidatura como candidato para llegar a la cámara alta, ya sabes, para trabajar duro por la democracia!”

Recogimos el campamento y nos echamos las mochilas al hombro. Enfilamos, brújula en mano, hacia el sur. Bajamos hundiendo deliciosamente nuestras botas en los grandes arenales del principio, todavía algo húmedos por el roció de la noche. El sol se había levantado ya sobre las grandes montañas del oriente. Proyectaba en ese momento sombras movibles e intensas luces rojas sobre los bosques altos de Tetela del Volcán. Atrás venía Cork. Un rato después lo escuchamos entonar la canción de sus años de estudiante, cuando nos emborrachábamos  en el Palacio de Minería: “Marcharé al continente de Gondwana... a buscar las rocas marinas del Jurásico y las doleritas mesozoicas…Y tal vez encuentre a una linda botswana, con los senos abiertos al sol, chicos o grandes, pero que puedan alimentar a este pobre gambusino desnutrido y a mis quince negritos…que con ella pienso tener”.










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El Teocuicani fue localizado por nosotros en esa ocasión. Y, efectivamente, como algunas montañas a las que en el siglo dieciséis se les cambió su nombre, a esta cumbre desde entonces también empezó a llamársele, tal como había dicho Clemencia, “Cempoaltepetl”. Los detalles de su descubrimiento serían publicados en la revista Los Universitarios, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Estábamos satisfechos pues sabíamos que un día, más tarde o más temprano, la antropología  abordaría su exploración y, tal vez, su reconstrucción.

Algunos de mis amigos con los que realicé la travesía Tlaloc hasta el Teocuicani - Cempoaltepetl, fueron desapareciendo en las montañas. Benito Ramírez perdió la vida escalando El Colmillo, una aguja rocosa del Macizo de Los Frailes, en Actopan, Hidalgo. Había a la sazón once cruces en la base de la roca de los escaladores que habían muerto en ese lugar. La de Benito Ramírez fue la número doce. Y una hermosa pared norte, en el Circo del Crestón, Macizo de las Monjas, arriba de Chico, escalada por primera vez por Raúl Revilla, de Pachuca, lleva su nombre. Eulalio Rivera, de Pachuca, perdió la vida cuando él y otro escalador de México, trazaban una directísima en la  pared  norte Rosendo de la Peña, del mismo Macizo de las Monjas esta directísima ahora  lleva su nombre.  José Méndez, el gran escalador que realizó la segunda escalada solitaria a la norte de La Benito Ramírez, murió en su cama.

Toci voló a Uspallata, arriba de Mendoza, en la precordillera  del sector central de los Andes. Después se instaló en Punta de Vacas, al pie mismo de la ladera sur del Aconcagua. Dijo que se iba a dedicar a subir glaciares. No le interesaban propiamente las cumbres si no vivir en los ventisqueros. Se fabricó una tienda individual inflable de doble paredes de tela repelente y forma de iglú. Tenía dos arcos encontrados a base de varillas desmontables para resistir el peso de la nieve en caso de tormenta.  El aire entre las dos paredes la aislaba mucho del frío exterior. Podía instalarla en cualquier parte. En último caso  tallaría una plataforma de  tres metros por dos y no necesitaba más.  Era de un material tan liviano que no pesaba más de un kilogramo.

Alquiló una linda casita en Punta de Vacas, cerca de la escuela para niños. Desde ahí iba a las montañas arriba de los cinco mil metros. Tolosa, Tres Gemelos, Almacenes, Catedral, Cuerno, Dedos, Bonete, Manso...Después de unos días entre el hielo regresaba a Punta de Vacas. Hacía vida social con las maestras de la escuela. Estas preguntaban por México y Toci por Argentina. Y entre mate y mate acababan internándose en el tema de los hombres. Ella les contaba de Cork. Descansaba y a la semana siguiente  llenaba su mochila de víveres en lata y se iba al Tupungato guiando algúna expedición....

La última vez que la vimos le regaló un pequeño y moderno teléfono celular a Cork. Pero éste lo rechazó. Después le pregunté por qué de su negativa.

- En cualquier momento me llamaría. Y yo me quedaría con la tentación de seguirla. Hasta diría que habría quedado atrapada en algún ventisquero y procuraría aguantar hasta que yo llegara, sin importar que tardara una semana en arribar a su helada prisión entre las grietas de hielo...

- ¿Y si eso sucediera en realidad?

- ¿Con Toci? ¡Ni lo pienses! Es más fácil que ella venga a salvarnos.

Cork se fue a trabajar temporalmente al extranjero. Dijo que en los países en vía de desarrollo irónicamente hay pocas oportunidades para los doctorados. De medio millón de niños que ingresan a la educación elemental uno logra terminar el doctorado. Pero luego éste  se encuentra     “caminando en el bulevar a través de la noche, con el saco echado sobre el hombro y fumando un cigarrillo”, después de haber tocado cien puertas.

Yo he renunciado a la extraordinaria oportunidad que me ofrece la nación extranjera y he decidido quedarme en este país. El pueblo que ahora habita el infierno fue el que pagó mi educación y mi lugar está con él. No lo voy a abandonar en su peor momento. Pero no estoy solo. Carmen Swan comparte mi decisión en este respecto y me acompaña. Y frente a mí tengo el ejemplo del pequeño, pero valiente grupo de los postgrados, del que desde luego ya me siento parte.
 





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Emprendí la salida de trabajo de dos años, a lo largo de la línea coralina del Great Barrier Reef, de dos mil cien kilómetros en la costa oriente de Australia, que le había mencionado a Carmen. Era algo que los dos esperábamos con entusiasmo. Antes, a petición de ella, hicimos un viaje aéreo hacia la costa oeste del continente africano. Sería cuestión de tres semanas. Ninguno de los dos conocíamos esta parte del mundo. Pero Carmen tenía desde hacía tiempo una idea y la había plasmado sobre el papel. Llegaríamos a Velingara, en el sur de Senegal. Desde ahí haríamos vuelos cortos a Koribundú, en la Costa de la Pimienta y a Toumudi, en la Costa de Marfil. Después volveríamos a Velingara. No me dijo cuál era su idea. No tenía conocidos ni negocios. Pero como notara que, en tanto preparábamos el viaje, su ser entero se iba transformando por la emoción,  tampoco le pregunté algo al respecto. Sólo la acompañé.

Una escena del viaje se me quedó grabada para siempre. Cruzábamos en ese momento aproximadamente el meridiano 45, del Atlántico norte, cuando se puso de pie. Abrió el compartimiento del equipaje de mano arriba de nuestras cabezas. Extrajo de una bolsa de plástico un pequeño ramo de flores. Eran rosas rojas. Me quedé sorprendido. ¿Para qué quería flores en el avión? Le iba a preguntar algo pero me abstuve. No me hubiera escuchado. Su rostro para entonces decía que su alma y su cuerpo no estaban en la nave. Me limité a observarla. Cruzó decidida el pasillo hacia el frente. Su porte distinguido y su figura formidable atraían las miradas de los hombres y aun de las mujeres que iban en los asientos de la orilla a lo largo del corredor. En ese momento intuí que aquella mujer tenía algo más, mucho más, de lo que yo había conocido de ella hasta entonces. Su horizonte intelectual que tanto me gustaba, y del que procuraba aprender, no era nada frente a esta nueva actitud que estaba presenciando.

Llegó hasta la pequeña puerta de la cabina de los pilotos y se dirigió a la aeromoza que la observaba caminar hacia ella. Se acercó a su cara y le dijo algo. Le entregó el ramo de flores y regresó a ocupar de nuevo su lugar junto al mío. Observó con extrema atención los movimientos de la empleada. Nos dimos cuenta que abrió la puerta y se introdujo al lugar de los pilotos. Volvió a salir, cerró la puerta y desde lejos hizo con la cabeza un ademán de asentimiento hacia Carmen. Le indicó el lado derecho, que era el sector en el que viajábamos. En el tiempo que siguió Carmen se quedó observando intensamente a través de la pequeña ventana. El día era radiante. No había nubes en las proximidades y el momento nos permitía observar un sol intenso. Cinco minutos después algo paso fugazmente frente a nosotros. Pero no obstante la velocidad del avión, y los fuertes vientos del exterior, pudimos ver que se trataba de algo que Carmen acababa de tener en sus manos.

Una gran intensidad se veía que recorría su ser. Se estremeció un poco. Por un momento se dobló apoyando sus brazos en sus piernas y descansando en ellas el rostro. Cuando creí que iba a empezar a convulsionarse por el llanto, se enderezó y permaneció con la vista fija hacia el frente. Yo me mantuve en silencio y no intenté acercarme. Pronto se recuperó.  Poco a poco fue regresando al mundo de los  que viajábamos en el avión. Después, relajada, mientras miraba hacia las nubes blancas algodonosas de la lejanía, dijo:

-Un pequeño ramo de rosas rojas para cincuenta millones de negros que yacen en el fondo del Atlántico...

         No volvió a tocar el tema ese día. Por mi parte respeté su hermetismo en lo relacionado con esa faceta de su vida anímica.

          En África fuimos para allá y para acá, como ella lo había programado. Por las noches regresábamos al hotel en el que nos alojámos. Después de la cena ella gustaba leer en la confortable sala su libro de poesías. A petición mía, ahora lo hacía en voz alta, mientras ambos saboreábamos una taza de café negro africano:

         Una joven alta sin sombrero

         Con delantal

         Su pelo restirado hacia atrás, parada

         En la calle

         Un pie calzado con media, rozando

         La acera

         Su zapato en la mano. Examinándolo

         Con cuidado.

         Enseguida decía el autor: William Carlos Williams, estadounidense.

         O bien:

         Mientras se cuelan los días y crece la hierba

         Y se filtran los ríos

         Aprende a quedarte quieto.

         No corras porque no hay puerta que abrir

         Ni bosque que atravesar.

         No hay espuma dorada para adorno de tu cabeza

         Ni mantos de luna ni monedas que repartir

         Ni coronas para los muros de tu casa.

         Quédate quieto, aprende a vivir en soledad

         Y mira bien los tesoros que tienes a tu alcance:

         La taza de café oloroso que te llevas a la boca,

         Tus zapatos para ir a encontrarte con los tres o cuatro

         Seres que amas, el sol por la ventana, tu salud,

         Tu soledad, para pensar, para sentir, para realizar

         Y resolver el acertijo.

         Sergio Mondragón, mexicano.

         Cerraba su libro y me contaba de Magdalena Béjart

         - ¿Magdalena Béjart? ¿Quién es ella?

-Se lo contamos, no sé si  yo o Toci, cuando estábamos en la pared del Abanico. Moliere la conoció en 1642. Sería su compañera de la vida. Era una mujer interesante, actriz y culta....Fue figura decisiva cuando Moliere conformó, al año siguiente, la compañía “El Ilustre Teatro”...

           Junto a aquella mujer empecé a tener la sensación que el estudio de la Tierra me había hecho casi ajeno al mundo de la cultura.

         Cada vez que terminaba un relato me daba un beso. En ocasiones ese beso se prolongaba por dos horas...

         Carmen lloraba cuando terminó de decir estas palabras.

         - No puedo evitarlo- dijo simplemente y se secó las lágrimas de las mejillas. Por un rato la estancia en la que nos encontrábamos se llenó de silencio.

Conmovido por el relato que acababa de escuchar, y de la manera tan apasionada como  Carmen lo había dicho.

A la noche siguiente, puntual, después de la cena, como una Scherezada africana, me leía otro rato o me contaba algo de la cultura.

La cultura de Carmen me apabullaba. Me fascinaba y, por lo visto, aun no había sido capáz de reunir la suficiente humildad para resolver esa deficiencia mía.

En ocasiones, al final de la velada, al apagar las luces fuertes de la estancia africana, envuelta en una ligera bata de dormir, se dirigía en la semioscuridad a las grandes ventanas que daban hacia la calle. Cerca, el mar subía y bajaba, se acercaba o se retiraba envuelto en su rumor. Ella lo contemplaba en silencio. Lo mismo hacía en la playa de la isla del Carmen. Yo seguía guardando  silencio. No quería incursionar en ese mundo que era parte de su ser íntimo. La misma mirada perdida de Alejandro Bautista Jiménez, el marinero borracho de El Pinar, cuando soñaba con la España de la República Democrática. La misma  expresión de Cork cuando hablaba del desierto de las Cuatro Esquinas. La misma  de todos los que viven fuera de la tierra que los vio nacer. Un rato después hizo la siguiente observación:

-En la selva de Nigeria hay trescientos monolitos perfectamente tallados en dolerita. Tal vez del siglo segundo de nuestra Era. Los monolitos están entre la selva. Como  están las cabezas de Ullman...

En otras  ocasiones Carmen se acercaba a mí y en su actitud se veía el propósito. Me daba un beso breve en la boca y al retirarse murmuraba, riéndose, llena de picardía, aquellas palabras: A una pequeña chispa sigue una gran llama..., “Dante fue el primero que las dijo”, dijo.

A la mañana siguiente fuimos a almorzar a un lugar amplio y muy limpio decorado con figuras africanas talladas en madera. Carmen me explicaba:

-Aquí una máscara baga de la Guinea Francesa, allá una estatuilla funeraria femenina, byeri, preciosa, de un material negro como la obsidiana. Y como Alemania había tenido alguna presencia en África, me señaló un grabado de Alfred Rethel cuyo título era: La muerte como vencedora y enseguida  una litografía de la escultura de la Madona bella, de Breslau, antigua iglesia de Santa Magdalena.

Luego caminamos por una calle céntrica de la población, que me recordó las calles de la ciudad de México, en el sentido de las manchas oscuras frecuentes que tienen las banquetas.

-Son manchas de chicle- dijo Carmen-.Las arroja la gente al piso después de masticarlas. La ciencia médica ha alertado que cada mancha es un reservorio de virus patógenos que, tarde o temprano, se echará a volar  con el viento y se meterá en las vías respiratorias de la gente.

Guardó silencio por largo rato. Veía hacia la noche, en un punto perdido más allá del mar. Después dijo algo más. Lo hizo en voz alta pero no se dirigió a mí:

- Aquí, como en Campeche, la luna también es de plata...Es el mismo mar que en la isla del Carmen... Siempre supe por dónde llegaban. Ahora conozco de dónde partían...

  A la mañana siguiente, bajo el sol africano, reía y se comportaba como hace la gente que anda de viaje de turista. Pero cuando la veía de lado, me percataba que sus ojos, cubiertos con lentes oscuros que la protegían del intenso resplandor, observaban a la gente, a la costa y al cielo. Y lo hacían con  infinita ternura. En algún lugar de esta tierra habían quedado sus remotísimos  hermanos.



De los demás personajes que he mencionado en este trabajo, aparte de los que murieron en la montaña, como ya he dicho,  jamás he vuelto a saber nada. Alejandro Bautista Jiménez murió tres meses después que Carmen dejara la isla para regresar a México.

En el principio del siguiente invierno Carmen pasaba un fin de semana en uno de los restaurantes de su familia, entre la ciudad de Puebla y Acultzinco, “El camino de las negrerías”. Hasta ahí la alcanzó una carta certificada. Era de Alejandro. Procedía de  Ciudad del Carmen. Alguna amistad de confianza del marinero había recibido el encargo de enviar la misiva. Cuando la abrió, solamente contenía algunas cuantas líneas: “Señorita Carmen, favor de recoger documentación con el notario número...  en la ciudad de México. Gracias por todas las atenciones que tuvieron usted y su tío Juan, en El Pinar. Adiós”.

Cuando algún tiempo después lo hizo, el notario le entregó un sobre tamaño carta que contenía documentación variada. Una nota explicaba que estaba solo en el mundo. No tenía a quien dejar sus pertenencias y había tomado la decisión de nombrarla  su heredera. Los detalles necesarios de Carmen los había conseguido en El Pinar, con el tío Juan. En un apartado decía: “Fui comisionado para llevar a cabo una importante compra de armas y municiones con el que intentábamos  llevar a cabo una resistencia importante frente al ejercito de los nacionalistas. No había ya esperanzas de revertir el curso de la guerra en España. Pero al menos queríamos hacer el último gran intento. Esperábamos  con ello que  los países fuertes, que en un principio apoyaban a la República del Frente Popular, volvieran a darnos su aval. La cifra de dinero, en monedas de oro, que me confiaron, suena casi fabuloso en términos de una persona. Sucede que estaba por concretar el negocio con los grandes fabricantes de armas, en un país de los Balcanes, cuando finalmente  cayó Madrid. Franco se apresuró a cerrar el paso de los Pirineos y en breves días acabó por completo con toda resistencia. Yo mismo no hubiera podido regresar a España. La República Popular  ya no existía. Miles de personas llenaban las cárceles y cada día eran fusilados  o aniquilados,  por los métodos más diferentes, cientos de ex combatientes.

“Utilicé parte de ese dinero para organizar el rescate de todos los que me fue posible y sacarlos de los campos de Saint Cyprien, Gurs, Rivasaltes y otros. Pude organizar varios viajes a través del mar y enviar a muchos de ellos hacia algunos países del sur de América. Muchos más lograron alcanzar México. Pero estalló la Segunda Guerra Mundial y mi estancia en Europa se volvió cada vez de lo más insegura. Sobre todo que llegó el día que ya no pude hacer nada por mis camaradas. Yo mismo estuve a punto de caer en manos de la Gestapo en dos ocasiones. Tuve que escapar por el Este y después embarcarme hacia América. Un centenar de todos los que logré sacar de Europa fueron hundidas sus embarcaciones en  alta mar por los submarinos nazis.

“Así fue como me encontré con esa fortuna en mis manos. Todo eso ahora es suyo. Otra parte la ocupé para remediar a los necesitados que habían venido a México, conforme me iba enterando de su existencia. Como dije, ahora ese dinero es suyo  y usted sabrá lo que hace con él. De haber  tenido más tiempo quizá lo hubiera canalizado mediante un fideicomiso para fines altruistas. En México, y en estos países de la región, en especial en el centro de América, muchos estudiantes terminan su carrera de licenciatura pero, debido a las presiones económicas de su familia, jamás llegan a titularse y mucho menos pueden seguir estudios de postgrado... De esa manera los “pasantes” pasan a ser subempleados de las grandes compañías...Mi gratitud eterna para usted y para aquel joven que un día me llevó borracho inconsciente a mi hotel. Cuando al día siguiente me enteré, por la administración, que me hizo llegar comida que él, y más tarde usted, habían pagado de su bolsa, creyendo que yo tal vez no contaría con un centavo para hacerlo, me dije que, después de todo, en este mundo aun queda gente en la que se puede confiar...

“Hágame el favor de decirle a Guillermo, creo que así se llama, que entiendo sus prevenciones frente a la obra de los historiadores. Muchos no son tal”. Cuando supe de esto, fue la  tercera noche que ella y yo estábamos en África. Carmen había a la sazón concretado un fideicomiso ante notario público. Me enseñó un documento oficial que decía: “Fideicomiso Alejandro Bautista Jiménez. Para estudiantes....”





                                          55


                                                                          


El pequeño ferrocarril del desierto empezó a moverse con una lentitud del siglo diecinueve. Era un tren de carga al que se le habían agregado dos carros de pasajeros. La estación, con un andén de piso de madera, de apenas diez metros de largo, no era  como la de la ciudad sino  de las llamadas “de servicio”. El personal del lugar  tenía la misión de revisar, todos los días por la mañana, trepados en un armón, cincuenta kilómetros  el estado de la vía a través del desierto. Los de la siguiente estación otros cincuenta kilómetros. Las tempestades de arena,  que de vez en cuando se levantan, pueden deteriorarla…

Yo me había arrellanado en mi amplio asiento reclinable de cuero color café y observaba a la gente que iba para allá y para acá de manera familiar. Carmen se había colocado sus minúsculos audífonos y escuchaba a Charlie Parker.

Era como si el tren fuera una extensión de su casa de aquella gente. Las mujeres conversaban desde sus lugares a través del pasillo intercambiándose recetas de cocina o remedios para las rodillas descalcificadas o a los cuántos meses del parto se les había interrumpido la leche y en tanto eso no sucedía no se embarazaban…

 Aquel grupo trashumante, que corría a  través del desierto, era la más hermosa muestra de la humanidad que me había tocado en suerte vivir. Los niños corrían entre sus madres y los hombres. Estos, metidos en sus recios pantalones de trabajo, cambiaban impresiones de la lluvia, las cosechas y los fertilizantes. Sentí que hasta entonces empezaba a entender a Cork. Aquel pueblo era una sola familia. El desierto sin fin estaba por todos lados. Y los cohesionaba.

Carmen, en tanto escuchaba jazz, leía el tomo IV de las obras completas de  su autor favorito Poquelín. Con el trato cercano sabía ahora que Carmen es en algunas cosas  una mujer como otras que hay en el mundo. Se paraba frente a un estante, de la tienda de autoservicio, lleno de botellas de aceite para la cocina, de la misma marca, el mismo precio y el mismo volumen y luego de un  tanteo, que me parecía interminable, dejar una botella y agarra otra, decía. “¡Esta!” Encendía las direccionales en tanto manejaba  para avisar que iba dar vuelta a la derecha y la daba a la izquierda. Murmuraba algo al ver que la propina que dejaba al mesero del restaurante era generosa. Se ponía muy amorosa en tanto el termómetro del mes iba subiendo su temperatura y el  resto de los días volvía  a agarrar a Poquelín...

Cavilaba en ese momento que el azar, después de todo, es tan común como tantas parejas viviendo juntas hay en el mundo. Aquella tarde que pasé por El Pinar, el jacalón de vida alegre junto a las aguas del Golfo, y conocí a Carmen, pensaba, con que esa tarde hubiera ido al cine, regresado a Centroamérica. Mis hijos, mis nietos, mis bisnietos, que pueden derivarse de esta relación, todo empezó en esa situación tan aleatoria.

 ¿Cómo tanta consecuencia, tanta descendencia, puede derivarse de algo tan al parecer caótico? Con que uno se levante de la cama por la mañana cuatro minutos antes o después pueden cambiar tantas cosas en ese día que van a impactar el resto de la vida…

¿Así empezaron   los dos mil millones de matrimonios que hay en el  mundo? Me pregunto si realmente es debido al azar o hay otra lógica que escapa a todo poder conocido de  predicción…

Carmen veía, antes de clavar la vista en Poquelín, la última calle de la población, antes de entrar al desierto, asomándose por la ventana de gruesos vidrios de aquel tren del siglo pasado.

-¿Terminaste tu  trabajo sobre la vida de las muchachas en El Pinar de su tío?

-Hace tiempo le puse punto final provisional.

-No entiendo.

-Cualquier tema, ese incluido, jamás se da por absolutamente conocido. Sólo en teología está todo terminado desde hace un millón de años. Pero tratándose de filosofía pregunte a los científicos,  de cualquier disciplina universitaria, cómo era su  especialidad hace un siglo y cómo es ahora-hizo una pausa para enfocar algo a la distancia y luego agregó:-En realidad no importa si se está en El Pinar o en el cielo, la cuestión importante si se puede seguir escribiendo. Y como los marineros  de los siglos pasados, no se puede seguir viviendo con comer nada más papas porque da el escorbuto. El escritor y, en realidad cualquiera, que ha dejado de leer, acabará  en el escorbuto intelectual…

-Pues sí, ahora sé que el libro es parte de tu vida. Creo que tengo un gran rival en forma de libro.

-Debería ser parte de la vida de todos. Lo mejor es conocer el pensamiento de los otros y escribir su propio libro. Entonces el individuo se dará cuenta que no es lo mismo ver una película de alpinismo que escalar realmente una montaña. Lo sé ahora por mi experiencia en la pared del Abanico,  en el monte Tláloc y en los Corredores Occidentales de la Iztaccihuatl.

De pronto Carmen traslapó sus palabras y  gritó señalando hacia el andén. Busqué pero no vi a nadie en esa dirección.

  - ¡En la pared!

Entre avisos, anuncios de todas clases, había un cartel enorme que decía: “¡Abiertas las inscripciones para el  LVIX Gran Concurso Tradicional de Bebedores de Cerveza!”.

Ya brincaba yo de mi asiento con la intención de bajar y ganar otra vez el andén. Carmen me seguía pero se tardó un poco en recoger sus cosas que había acomodado en el portabultos arriba de nuestras cabezas.

Un hombre, de unos sesenta años de edad,  escuchó  el barullo que armábamos e hizo una observación:

-Ya pasó ese concurso. Fue hace dos semanas. Es anual. Ahora hasta el otro año.

Volvimos a  sentarnos.

-¿Asistió al concurso?

-Tomé parte en él. Pero debo confesar que fui de los primeros que quedamos fuera.

-¿Quién ganó?- preguntó Carmen con premura.

-No sé cómo se llama. Su familia tiene tres años que llegó del sur. El prácticamente acaba de llegar. Dos meses, si acaso...Partió de aquí cuando niño pero tenía que volver…Muchos se van pero ya no vuelven. Él sí regresó.

   -¿Y...es fuerte para tomar? Me refiero al que ganó- dije.

- Sólo necesitó tres días para acabar con todos los concursantes - el hombre guardó un poco de silencio, como recordando los detalles del evento. Después agregó:-. Y, no lo van a creer. Al final estaba tan fresco como el primer día. Más aun: al salir del local, donde se llevó a cabo el concurso, cruzó la calle, se metió al local de enfrente a comer. Antes de entrar volteó, hizo una seña a todos los que lo observábamos, y gritó: “¡Barra libre, yo invito!” Y mientras todos bebíamos, él comía con gran apetito y, ¿qué creen?  ! Seguía bebiendo cerveza como si en la vida lo hubiera hecho o como si  acabara de salir del desierto! Tenía un gesto particular en el modo de beber. Pedía cerveza de botella, le quitaba el corcho con la boca y la vaciaba en su gran tarro... ¿Saben cómo le decimos desde ese día?

- No- dijo Carmen.

Y el viejo contestó:

- ¡Corkscrew!   



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